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Sus ojos eran castaños

agosto 31, 2018
by Hermanas Pasionistas
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MagdalenaTenía 15 años y me vendía por las calles de aquella hermosa ciudad. Me prostituía altiva, segura, desafiante…Mi juventud y mi rara belleza me lo permitían. Era muy solicitada y me pagaban muy bien.

Empecé en el oficio a los 12 años cuando apenas despuntaban mis pechos y mis ojos eran aun los de una niña. Una niña rota, nacida en una miserable aldea y vendida por su padre para poder alimentar a sus hijos más pequeños.

– Es aún muy chica, decía mi padre, y me miraba silencioso con sus ojos cansados.

– No lo es, replicaba su mujer, yo a su edad ya me ganaba la vida. Además, tienes otros hijos….Mírales, raquíticos, hambrientos…Mírate a ti mismo, enfermo, sin fuerzas para trabajar… ¿y yo? Qué me dices de mí? Ya he malparido dos veces  a causa de la miseria. Cuando me conociste era bonita. Mírame ahora. Han bastado seis inviernos a tu lado para convertirme en este despojo…Tu hija es fuerte. Saldrá adelante, las muchachas como ella siempre salen adelante. Eso nos dará un respiro, y además aquí, ¿Qué hace?. Una boca más , un trasto inútil…

Así hablaba ella y yo la escuchaba escondida bajo la pobre manta que compartía con mis hermanos pequeños. Los estrechaba contra mí buscando calor y seguridad. No quería crecer. No quería ser mayor… y sin embargo, unos meses después de aquello, cuando más nos dolía el hambre, mi padre me vendió.

 

Si, desde los 12 me prostituía. Primero forzada por las palizas, aterrorizada… pero luego , poco a poco me resigné. Sabía que no tenía otra salida.

Vendía mi cuerpo y eso me asqueaba, me hacía sentir sucia , basura… pero podía comer, tener un techo, bonita ropa y algún capricho… y luego estaban las demás… otras chicas como yo que tenían historias parecidas a la mía.

Vivíamos juntas en aquel burdel que era nuestra casa y además estaba Maura la Chapines, nuestra ama, que sabía combinar la mano dura y el almíbar para conseguir de cada una el mejor rendimiento.

Así pues, a medida que crecía , me iba acostumbrando a aquella forma de vivir y trataba de sacar lo más posible.

Mi ama ganaba mucho conmigo. Me buscaba clientes distinguidos que pagaban muy bien, pero también era generosa, permitiéndome ciertos privilegios que no concedía a las demás. Me llamaba su princesa y a su modo me quería.

 

Fue un día del mes de octubre cuando la vi por primera vez, y fue en el hospital de san Bonifacio.

Yo estaba junto al lecho de la Zarcillos, una prostituta como yo, aunque mayor, enferma de sífilis.

En realidad, fui a verla a escondidas. A nuestra ama no le gustaban aquellas cosas porque decía que deprimían a sus muchachas. Yo me la jugaba pero no podía dejar en su desgracia a la Zarcillos. Ella me había consolado muchas veces cuando me obligaban a prostituirme. Me había curado de las palizas que me daban. Me había llevado comida a escondidas cuando me castigaban y me encerraban varios días sin comer para doblegar mi voluntad. Bajo aquella máscara de cinismo y desencanto latía un corazón tierno en el que encontré refugio.

Ahora, enferma y abandonada encontraba en el mío aquel mínimo de compasión que necesitaba para sentirse un ser humano.

Fue en aquella ocasión y en aquel lugar donde, como digo, que la vi por primera vez.

Ella estaba dando de comer a una muchacha enferma y si no hubiera sido porque a aquel hospital solo iban los más desgraciados y ella vestía como una señora,  hubiera jurado que era de la madre de la joven pues tal era el cariño con el que la trataba.

– Es la Marquesa, me dijo la Zarcillos, y me habló de ella.

La Zarcillos murió cuando apuntaba el invierno. Tuvo una muerte horrible. Murió desesperada, sola, loca…

Aquello me marcó. Yo la había conocido hermosa, sana, deseada por los hombres, rebosante de energía…

Empecé a pensar en mí. Yo no quería un final así. De pronto mi oficio se me antojo una condena. Daba igual que me emborrachara para perder el miedo. Cuando recobraba la lucidez el terror me invadía. Quería huir… pero ¿Donde? ¿Quería dejar aquello…pero llevaba un sello sobre mi frente. Quería ser de otra manera pero… lo sabía… no era más que basura… estaba prisionera y condenada.

La Chapines vio el cambio. Intuyó que podía perder una buena fuente de ingresos y me hizo vigilar estrechamente. Ya no podía salir del burdel sin compañía. Ella era muy sutil pero día a día iba cerrando más y más el cerco.

Pasó el invierno frío y triste. Mi estado de ánimo mejoró un poco. La Chapines conocía su oficio. Sabía cómo tratarnos. En eso éramos afortunadas.

Me dio tiempo. Me engatusó con regalos. Me buscó clientes atractivos, agradables y ricos… en fin, que hizo que poco a poco aquellos negros pensamientos se refugiaran en un rincón de mi cerebro y los olvidé.

Volví a reír con ganas y a disfrutar de lo que me ofrecía la vida, y fue entonces cuando la vi por segunda vez.

 

Era una mañana de abril. Aun hacía frío pero era un día claro y luminoso. La Chapines me había mandado ir a recoger unos afeites  donde su comadre la Pizca. Eran unos afeites caros traídos desde Persia por un mercader de Venecia, buen cliente de la Pizca.

Cruzaba la plaza de la Annunziata cuando un coche de caballos se detuvo ante la iglesia. Me paré curiosa por ver de quién se trataba.    Se abrió la portezuela y descendió  una mujer madura que me miró con sus ojos castaños, con una mirada transparente, luminosa…  y me sonrió. Después entró en la iglesia… Era ella.

Aquella mirada… pero sobretodo aquella sonrisa me conmovieron.

Si, la Marquesa, no solo me había mirado sino que me había sonreído… sonreído con cariño… a mí, una prostituta de 15 años. Y de pronto aquel deseo reprimido en el fondo de mi cerebro, aquel deseo de ser de otra manera, dio un salto hacia adelante y se desbordó por mis ojos en un torrente de lágrimas.

 

De aquello han pasado casi 6 años. Hoy sentada aquí, a la puerta de mi casa, con mi hija de 2 años en los brazos, lo recuerdo.

Pedro, mi marido, zascandilea dentro de la casa. Repara el tejado de la granja que los hielos del invierno han estropeado. Canturrea mientras maneja el martillo, los clavos y la escalera del pajar. Es un hombre feliz y yo también, y esta felicidad se la debo a ella, a la Marquesa.

 

Pero fue en un tercer encuentro donde se decidió mi destino.

Desde aquel día de la iglesia no podía olvidarla. Su sonrisa tan llena de cariño me envolvía y hacía que me sintiera  valiosa, amada. Con frecuencia paseaba por aquella plaza y la veía desde lejos cuando iba a misa.

Yo seguía con mi vida como quien cumple una condena pero sin fuerzas para salir de ella. Poco a poco me iba endureciendo y haciendo más cínica. Me esforzaba por ahogar aquel sentimiento que me brotaba de dentro, el deseo de otra vida. Quería ahogarlo porque me dolía y sabía que era imposible.

Un día, mientras paseaba por la plaza en busca de algún cliente, la vi salir de la iglesia. Yo no sé si ella se había fijado en mi otras veces, ni si me conocía, ni mucho menos si se acordaba de aquel día en el que me sonrió, pero aquella mañana, al salir del templo, no montó en su coche de caballos. Recuerdo que lo rodeó y poco a poco, despacio, con un andar grácil pero seguro vino hacia mí. Se detuvo frente a mí y de nuevo sus ojos castaños me  miraron y volvió a sonreírme.

Bajé la cabeza avergonzada pero ella cogió mi cara con ambas manos y la levantó con ternura. Yo seguía con los ojos bajos pero poco a poco empecé a levantarlos hasta que nuestras miradas se encontraron.

Su mirada me devolvió la inocencia. Me sentí querida, limpia, comprendida… y me llevó con ella.

La  casa no era muy grande y allí  encontré a otras chicas que como yo deseaban salir de la prostitución… y me quedé.

Junto a ella encontré a la madre que no conocí. Me hizo nacer de nuevo. Me devolvió mi dignidad, la fuerza de luchar, la esperanza y me mostró el corazón de Dios, un corazón misericordioso y lleno de perdón.

Lo que soy, se lo debo. Para mí siempre será mi madre y por eso, cuando nació mi hija, le di su nombre, María Magdalena.

Isabel Segarra

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