Ya hace casi tres meses que estoy viviendo y trabajando en la capital de El Salvador, San Salvador. Durante todo este tiempo he sentido cambios profundos en mi manera de ver la realidad, la muchas veces complicada realidad social de este país.
No resulta tan fácil acostumbrarse a una realidad de tensión social por la violencia generalizada y perpetuada por el crimen organizado en este país, viendo armas de fuego cada día al ir hacia el lugar de trabajo y de regreso a la casa. Cada comercio, incluidas tiendas, farmacias, supermercados o parqueos cuentan con personal de vigilancia armado, por lo que es imposible no cruzarse con menos de tres escopetas al día. En el trasporte público también se respira algo de tensión y miedo a los asaltos o atracos pero la tónica habitual suele ser de gente buscándose la vida de manera honrada por medio de la venta de cualquier tipo de producto dentro de los buses, o bien de gente que canta a cambio de una pequeña colaboración económica, etc.
Y es que, en verdad, la gente salvadoreña, a pesar de las circunstancias que empañan este país, es muy hospitalaria y detallista, algo que comprobé desde que puse el pie en esta bonita tierra. Bonita tierra porque El Salvador es un paraíso en lo que se refiere a biodiversidad y naturaleza. Tiene volcanes, tiene lagos, cascadas y ríos. Tiene pueblos hermosos, una cultura bien rica, una gran historia de sus pueblos originarios o indígenas (nahuat, lenca…) y tiene playas preciosas que dan hacía el inmenso océano Pacífico. Y, como he mencionado, su gente demuestra un alto grado de hospitalidad y detallismo en el trato personal.
Además, en lo que se refiere a sus creencias, el pueblo salvadoreño, aún con el espíritu vivo de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, es un pueblo con mucha fe. Esa fe impulsa a la gente a no rendirse y seguir luchado, a pesar de todas las dificultades con las que se encuentra en su día a día, y también da fe a los que trabajan por la justicia en este país.
No resulta fácil ni cómodo adentrarse en las comunidades, ya que son las que más sufren, tanto la más extrema pobreza, como la más extrema violencia por parte de las pandillas, mientras hay otras zonas que, incluso estando pegadas a esos cantones (barrios marginales), sus habitantes viven dentro de una burbuja de comodidad y de lujos. Es ahí donde se ven las grandes diferencias, injusticias y desigualdades socioeconómicas de este país pero, no obstante, hay gente que invita a la esperanza. Gente con el espíritu que Monseñor Romero o con el del mismo Ignacio Ellacuría Sj., que viviendo en la zona privilegiada del pueblo salvadoreño cruza al otro lado de la alambrada para encontrarse con los favoritos de Dios: la gente humilde, las niñas y niños que viven en condiciones de pobreza, los jóvenes en medio de situaciones de alto riesgo y vulnerabilidad por vivir en zonas de control de las pandillas, las comunidades de mujeres que encuentran muchas dificultades en el acceso a los recursos básicos tales como la educación, la sanidad, el empleo… Por esa gente fue por la que los tantos mártires de este país entregaron su vida, siguiendo hasta el extremo el evangelio hasta terminar “crucificados” como Jesús, pero vivos por siempre en el pueblo salvadoreño.
Gracias a mi trabajo en la Vicerrectoría de Investigación y Proyección Social de la UTEC – Universidad Tecnológica de El Salvador- , he tenido la dicha de “saltar” a ese otro lado de la
alambrada con la misión de poner en marcha un programa de fortalecimiento familiar con comunidades de mujeres de áreas rurales en la zona costera de El Salvador.
Desde mi fe, vivo esta experiencia desde el agradecimiento por la oportunidad de poder obtener grandes aprendizajes por trabajar con estas comunidades que tantas lecciones de vida enseñan y, cómo no, desde una actitud de servicio y apertura para responder a las necesidades de cada persona. Al llevar a cabo este trabajo, intento poner en práctica la espiritualidad ignaciana, de estar siempre disponible y dedicado a la tarea del servicio. Por eso, además de impartir sesiones, en las que todas las mujeres, niñas, niños y hombres de la comunidad participan, también se reparte un pequeño refrigerio y se brinda una atención desde la cercanía de sentirse hermano, ni superior ni inferior por pertenecer a otra cultura o a otro estrato social.
Así, creo que los frutos que estoy cosechando de toda esta siembra son un regalo y una bendición que tengo que aprovechar para seguir creciendo y colaborando para mejorar la calidad de vida de estos sectores de población de este maravilloso país.
Daniel March Calvo (trabajador social becado por Global Training en El Salvador)