Rompiendo prejuicios

Diez mitos sobre la vida de las consagradas: rompiendo prejuicios

Con motivo de este mes dedicado a la mujer, quisiera compartir con vosotras algunas de las realidades vividas por las consagradas. Después de 22 años de vida religiosa, me parece importante sacar a la luz las percepciones erróneas que a veces circulan sobre nosotras/os, y que merecen ser comprendidas y corregidas. Estos malentendidos pueden causar dolor e incomprensión, y es esencial aclararlos para que puedas rezar por nosotros y apoyarnos en nuestra vocación.

  1. Pensar que estamos en un convento porque alguien nos ha abandonado.

A veces se da a entender que la vida religiosa es un refugio después del sufrimiento personal, como una ruptura o un abandono. Sin embargo, nuestro compromiso no es el resultado de una evasión, sino de un encuentro profundo con Dios. Elegimos esta vida por amor, no por despecho.

  1. Creer que hemos elegido la vida religiosa para huir del mundo.

Algunas personas piensan que estamos huyendo de los desafíos del mundo exterior. En realidad, nuestra elección está motivada por un llamado espiritual. No huimos, elegimos vivir más cerca de Dios, en la oración, el silencio y en el servicio a los demás.

 

  1. Coquetear con nosotros, desafiar nuestro estatus.

A veces nuestra vocación es ignorada, o incluso cuestionada, por comportamientos inapropiados. Este tipo de actitud niega la elección consciente que hemos hecho de vivir según los principios espirituales y de encarnar la castidad. Nuestros compromisos son tan serios y respetables como los del matrimonio u otras formas de compromiso.

 

  1. Creer que la vida en un convento es temporal y que puedes irte cuando quieras.

La vida religiosa no es una etapa de transición, sino un compromiso permanente. Hemos hecho una elección libre y consciente por la vida. No es una prueba, es un llamado al que respondemos fielmente.

 

  1. Pensar que no podemos bailar ni tener amigos.

La vida consagrada no significa aislamiento total. Vivimos el celibato, por supuesto, pero eso no nos impide vivir amistades profundas, participar en actividades humanas como el baile y compartir momentos de convivencia. La castidad no es una privación, es una liberación.

 

  1. Creer que, al no ser madres biológicas, no podemos sufrir por un hijo que está sufriendo.

Aunque no somos madres biológicas, vivimos nuestra maternidad espiritual al máximo. Llevamos cada sufrimiento humano en nuestros corazones y nos comprometemos a apoyar a los necesitados, a través de la oración y la acción.

  1. Trátanos como seres superiores.

A veces se nos percibe como figuras inaccesibles, casi perfectas. Sin embargo, somos mujeres como cualquier otra, con nuestros desafíos y debilidades. Nuestra vocación no nos hace superiores, nos llama a vivir con humildad y servicio.

 

  1. Molestarnos con conversaciones que nos hacen sentir incómodos.

En un entorno espiritual, algunas conversaciones pueden ser inapropiadas. Favorecemos los intercambios que alimentan nuestra vida espiritual y respetan nuestra elección de vida. Es importante tener en cuenta nuestra vocación y no abordar temas que vayan en contra de nuestros valores.

 

  1. Creer que, como vivimos de regalos, no merecemos ser respetados.

El hecho de que vivamos de la solidaridad y las donaciones de la comunidad no disminuye nuestra dignidad de ninguna manera. Contribuimos activamente a la misión de nuestra comunidad a través de la oración, la educación, el servicio y el trabajo, y esto merece respeto.

 

  1. Pensar que no somos inteligentes.

Algunas personas subestiman nuestras capacidades intelectuales, pero muchos de nosotros hemos recibido una amplia formación académica. La vida consagrada no nos impide reflexionar, enseñar o contribuir a la sociedad. Al contrario, nos llama a poner nuestros talentos al servicio de la Iglesia y de los demás.

 

Una mujer consagrada es, ante todo:

  1. Una mujer que se asume plenamente a sí misma. Vive su feminidad y su compromiso espiritual con orgullo, sin vergüenza. No tiene miedo de mostrar su vocación, sino que la asume con alegría y esperanza.
  2. Una madre, con el corazón abierto a todos. Aunque no es madre biológica, su maternidad es espiritual. Ella escucha, apoya y guía a los necesitados.
  3. Una gran trabajadora, gracias a su formación intelectual. La mujer consagrada no vive en la ociosidad. Aprende, enseña, sirve y se perfecciona para ser cada vez más útil a la misión de la Iglesia.
  4. Una persona resiliente, por su elección a contracorriente. Seguir un camino menos transitado requiere coraje. La mujer consagrada lleva su cruz con dignidad, incluso cuando el mundo parece darle la espalda.
  5. Un modelo de fe para los que creen en Dios. Ella es una luz en la noche, un ejemplo vivo de fe y fidelidad a Dios.

 

Así que, cuando te encuentres con una persona consagrada, recuerda que ella merece respeto como ser humano. No vive solo para Dios, vive para la humanidad, compartiendo sus dones, su sabiduría y su amor. Es una mujer entre muchas, pero con una misión única y preciosa. Honra su elección, respeta su vocación y sé testigo de la belleza de su vida consagrada.

Gracias Bibiane  Abetu por estas reflexiones

Comentar

*